Fuente El País
El artista chino Zheng Bo (Pekín, 1974) plasmó hace tres años su amor por las plantas en el vídeo Pteridophilia en el que jóvenes efebos abrazan, besan y se dejan envolver por un bosque de helechos y bambúes. Sus películas son de una belleza tranquila y una sensualidad natural, porque Bo parece captar la respiración de las plantas. Así, sumerge su cámara en el tiempo casi estático del mundo vegetal que, como si fuera líquido, todo lo inunda y detiene en estos vídeos. El propio Bo, que vive en Hong Kong y expone regularmente por todo el mundo, ha declarado que su obra es política y su temática son las plantas. También ha dicho que su amor por los árboles y la vegetación no ha hecho más que crecer con la edad. Con todo, se hace difícil entender por qué su bella obra es la de un visionario.
Como muchos de los trabajos expuestos en la muestra del Matadero de Madrid, Eco-visionarios —proveniente del MAAT de Lisboa, comisariada por Pedro Gadanho y Mariana Pestana— y que viajará a LABoral de Gijón o la Royal Academy de Londres-, la obra de Bo llama a recuperar una relación desnuda, de igual a igual, con el planeta. Y lo hace con imágenes inolvidables, tan hermosas como las que emplea Alexandra Daisy Ginsberg cuando se plantea cómo serán las nuevas especies con su obra Diseñar para la sexta extinción. Esas películas tan sugerentes y fascinantes contrastan con otras obras, como la Central Eléctrica de biogás del estudio Skrei —que transforma residuos para conseguir la autosuficiencia energética—. Por eso, en este marco tan amplio, uno no sabe si juzgar como maquinaria, escultura o propuesta piezas mecánicas, como la Central o empáticas, que parecen tener atributos humanos, como la humanizada Adi Anima de Paula Gaetano que, —con forma de órgano que respira— plantea una cuestión tan candente en nuestra sociedad como es la empatía hacia sujetos no humanos.
Así, esta muestra contiene obras excepcionales y ejemplos notables de la producción artística actual. Sin embargo, su título, Eco-visionarios, arte para un planeta en emergencia, induce al equívoco y termina por desvirtuar la propia muestra. Es fácil entender por qué: si bien es cierto que las obras abordan, desde la denuncia, la propuesta o la protesta, temas energéticos y medioambientales, también lo es que hablar de ecología hoy ya no puede catalogarse de visionario. ¿Qué son entonces artistas como la bióloga Nancy Holt o el que fue su marido Robert Smithson por citar solo a dos de los creadores que sacaron el arte de los museos y buscaron una relación íntima con la naturaleza como la que anhela Bo? La habilidad de adelantarse, la capacidad para ver el futuro que siempre ha caracterizado al mejor arte no adelanta sino que refleja la realidad incómoda de la muestra. Por eso, cuando sabemos que el futuro será más que menos desastroso y ya es solo cuestión de conocer las cifras —el cuándo más que el qué— la visión de futuro no puede ser el presente. La evasión confunde y la proposición se echa en falta.
Como denuncia, llega tarde. Como oda, parece necrológica y la mezcla con la parte más pragmática —el jardín Cyborg (así se llama) ideado para compensar el calentamiento excesivo que reciben las naves del Matadero— no hace más que aumentar la confusión. Que la brillante médico Rachel Armstrong proponga urinarios que reciclen los desechos humanos para alimentar la vegetación es tan viejo, y necesario, como el mundo. Pero “conceptualizado” o disfrazado de módulos reflectantes genera fundamentalmente desconfianza y desconcierto.
En mi opinión, esta exposición sobre pioneros del mundo del arte que abordan la urgencia ecológica hace mal en mezclarse con propuestas reales de arquitectos, médicos o biólogos que buscan soluciones concretas. El defecto es la forma. El contenido puede resultar fascinante o incomprensible —a pesar del esfuerzo por explicarlo con los extensos textos de sala o precisamente por necesitarlos—. El resultado es que termina asociándose extravagancia a ecología. Y eso tuerce el mensaje. Que una exposición artística sobre un asunto tan concreto y urgente se pierda en interpretaciones tal vez indique el riesgo que quiere correr el centro. Pero también parece ignorar la propia historia del centro. El altavoz de la emergencia climática no puede enmascararse. El recién creado, en el propio Matadero, Instituto Mutante de Narrativas ambientales es un ejemplo de la confusión que, al final, es lo que cada visitante termina por interpretar individualmente.